Escribo
más allá del alma, donde se cuecen las nubes. En lugar donde no lucen las
espadas. Camino sobre campos de sal que me envenenan los ojos, fluyo como si
nacieran rastrojos de vida a mi alrededor. A veces giro inesperadamente para
darle la vuelta a la situación. Otras veces sencillamente me dejo llevar por el
río que emana de mis pensamientos, para poder ver si paso a paso,
arrepentimiento a arrepentimiento, me entero de una cuarta parte de lo que
ocurre aquí.
Es
un lugar extraño, nacen claveles del viento y mueren los árboles si mis
suspiros llevan espinas. “Camina, camina” parece que rezan los animales que me
apuntan con sus miradas. No entiendo nada, parece que los edificios van
escalando en una trenza de azahar. Toco la poesía como si fuera el cuerpo de
mis sueños. Pero es confuso. A veces noto que es ella la que me toca a mí. Más
raro es cuando me caigo; tengo la sensación de una caída libre y a la vez la
intranquilidad tranquila de la nada, esa que solo te puede dar un zulo. Parece
que voy solo, como si no hubiera mundo y entonces me vuelvo mudo cuando veo que
estoy rodeado de gente; sí gente. Gente que camina como si el mundo no les
mirara.
Es
un hormigueo. Un constante pasatiempo inquieto que se afila en los tenores de
mi garganta intentando explicarme que no son los corazones los que dictan
sentencia. Mera apariencia pienso. Entonces pienso y opino y creo. Entonces me
quedo quieto. Entonces salgo del sin fin de desvaríos de mi cabeza y me centro.
Me paro y respiro. Sigo calada a calada apagando el humo de la calle; matando
mi cuerpo, salvándome a mi. Contando las señales que nacen de las bocacalles de
la ciudad. Cocinando los sentimientos, corriendo a través de los ojos,
añadiéndole azúcar al mar, esquivando las rosas que me caen del cielo.
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