jueves, 25 de abril de 2013


                Escribo más allá del alma, donde se cuecen las nubes. En lugar donde no lucen las espadas. Camino sobre campos de sal que me envenenan los ojos, fluyo como si nacieran rastrojos de vida a mi alrededor. A veces giro inesperadamente para darle la vuelta a la situación. Otras veces sencillamente me dejo llevar por el río que emana de mis pensamientos, para poder ver si paso a paso, arrepentimiento a arrepentimiento, me entero de una cuarta parte de lo que ocurre aquí.
                Es un lugar extraño, nacen claveles del viento y mueren los árboles si mis suspiros llevan espinas. “Camina, camina” parece que rezan los animales que me apuntan con sus miradas. No entiendo nada, parece que los edificios van escalando en una trenza de azahar. Toco la poesía como si fuera el cuerpo de mis sueños. Pero es confuso. A veces noto que es ella la que me toca a mí. Más raro es cuando me caigo; tengo la sensación de una caída libre y a la vez la intranquilidad tranquila de la nada, esa que solo te puede dar un zulo. Parece que voy solo, como si no hubiera mundo y entonces me vuelvo mudo cuando veo que estoy rodeado de gente; sí gente. Gente que camina como si el mundo no les mirara.
                Es un hormigueo. Un constante pasatiempo inquieto que se afila en los tenores de mi garganta intentando explicarme que no son los corazones los que dictan sentencia. Mera apariencia pienso. Entonces pienso y opino y creo. Entonces me quedo quieto. Entonces salgo del sin fin de desvaríos de mi cabeza y me centro. Me paro y respiro. Sigo calada a calada apagando el humo de la calle; matando mi cuerpo, salvándome a mi. Contando las señales que nacen de las bocacalles de la ciudad. Cocinando los sentimientos, corriendo a través de los ojos, añadiéndole azúcar al mar, esquivando las rosas que me caen del cielo.

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