viernes, 20 de enero de 2017

                 El despertador era una errata y atizaba sin piedad, aunque nadie se quejara nunca. Era la hora y había que ponerse en pie, lo que no quitaba que Julián no pudiera soportar la idea de tener que levantarse; no por nada, si no porque sabía lo que vendría al pisar el mundo real. Saltó, se vistió, miró a su viejo espejo como miran los jóvenes que no tienen piedad del tiempo y bajó los escalones de dos en dos. Allí estaba su madre. La risueña María no paraba de andar para allá y para acá. "Se me hace tarde, se me hace tarde" se repetía a sí misma como si hubiera algo más importante que el despertar de un nuevo día a su alrededor. Julián, ajeno a todo, seguía a su ritmo, despierto pero soñando; desayunando. Por la puerta apareció Alberto, su hermano, el cuál entró en la cocina como si de un árbol en pleno día de verano se tratase: sin decir ni "mu".
                 Eran las siete y media y el reloj empezaba a apretar demasiado, era la hora de ir al instituto. A mitad de camino se encendió un cigarro, eso le calentaba, pensaba. Iban pasando las casas, las farolas se alejaban y se acercaban otras, los perros de las casas se exaltaban cuando pasaba al lado de según qué puertas; pero todo era indiferente. Todo era igual. Siempre veía las mismas piedras.
                 Cada mañana hacía ese recorrido pensando únicamente en llegar a clase. No veía el amanecer, no disfrutaba de los pájaros, no pensaba en los exámenes, no sentía frío o calor, no, nada. Solo pensaba en ella. En su estatura, en su pelo, en sus ojos marrones, en su acento, en cómo jamás le brindó la mirada, en qué llevaría puesto, en cómo besaría y lo más importante: se preguntaba si ella en algún instante de su hermosa vida se había parado a pensar en él, al menos, la mitad de la mitad de cómo él pensaba en ella. No había mañana que no pensara eso. No había despertar amargo que le hiciera cambiar de pensamientos, ni dudas ante los exámenes, ni problemas, ni los amigos, ni si quiera que pudieran cambiarle de ciudad, de instituto, de vida; nada podía quitarle soñar con ella cada vez que hacía ese camino, nada ni nadie le alejaba de saber que ella era perfecta, justo lo que quería. Cuando se echaba a andar, él la sentía, la vivía en su imaginación y, eso, le hacía libre. A veces, iba más lento observando el cielo y se preguntaba si las nubes de su pelo al estilo Platero se parecerían en algo a lo que estaba viendo.
                  Como cada mañana, cada palmo, el instituto se acercaba más. Y el miedo era atroz. Verse a las puertas del cielo de su efímera boca era un infierno. Porque cada vez que entraba por las puertas azules, sabía que sería olvidado. Que todo lo que su mente habría creado pasaría de ser suyo a ser una silueta espantada por la realidad que marca la indiferencia.
                  Y cada mañana al infierno.
                   Y al despertar al día siguiente, a soñar.

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