Todo es una mentira. Todo. Nuestro primer recuerdo, nuestra primera sonrisa, nuestro último beso, la primera conversación interesante, nuestra próxima verdad. Todo es una broma, porque todo será, porque todo ha sido. La realidad es un vaso medio vacío al borde del abismo. Nada está. Todo queda.
El tiempo pasa y en medio bailamos. Bailamos siguiendo unos pasos. Hay quién se sabe la coreografía al pie de la letra, luego estamos los que improvisamos (aun a riesgo de parecer una especie de peonza). La melodía es el instinto; la discoteca, el mundo. Pero lo cierto es que nada es cierto. Suena a discurso desencantado, a nihilista de pro. Pero si tenemos en cuenta que la noción del "presente" es una simple ordenación del cerebro, no cabe otra verdad al rededor de nosotros que la que dice que todo lo pasado y todo lo que viene es, en realidad, una verdad a medias. Por otro lado y muy de vez en cuando, como diría Serrat, en mitad de la pista, llega la vida y te besa en la boca.
Damos vueltas, constantemente, en el mismo círculo: todo pertenece al mismo plano, solo cambian los colores y, cuando te vienes a dar cuenta, ya nada es lo que era. Parece que fue ayer cuando todo era blanco y, día a día, se ha ido pasando a morado. Lo que te pertenecía ya no está, lo que te va a pertenecer llega sin aviso. Y así vamos, pegando saltos de algo que, realmente, ya hemos vivido; huyendo de un lugar en el que no estamos.
Al menos, el día de mi último suspiro, no me hará falta mencionar a Amaral ("Si volviera a nacer, si empezara de nuevo, volvería a buscarte en mi nave del tiempo"). Al fin y al cabo, estaré naciendo, ¿no?
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