sábado, 27 de abril de 2019

Ese cuarto era una enredadera y me quemó, eras fuego. Lejos de tus causas perdidas te desesperas. Te ahogas en ti, aunque no quieras. Sus ojos te miraban como lo que eran, miel. Y volaron como lo que son, estrellas.

Me perdí en un instante. No supe qué hacer. Por los pasillos me encuentro de vez en cuando preguntándole a mi yo de ayer si fue lo suficientemente listo, amoroso, bueno, cariñoso, yo; y el muy cabrón no hace más que apartarme la mirada.

Me escuece tu pelo, tu forma de hablar, cómo caminas, cómo ríes. Me escuecen tus manos, tus dulces manos. Me ahogan. Me escuece pensar en ti, en cómo viniste, en cómo te fuiste. Eras agua dando vida y yo sequía. Me escuecen tus labios de seda hasta cuando no los leo. Me quema no oir tu melódica voz antes de ir a dormir. Me enveneno con mi propio recuerdo, siendo entonces nuestro, y ahora, solo mío. Me pierdo en lo que iba a ser, como si aterrizara en un país sin idioma. Me refugio en el recuerdo de cómo me besabas, me hablabas, me hacías sentir; sabiendo que todo saldrá ardiendo.

Me escuece tu ausencia como una palabra vacía. Me rompo cada mañana al despertar como un témpano de hielo a las puertas del verano. Me falta el aire cuando la espero al otro lado de la puerta, al otro lado de la cama, al otro lado de la vida. Y no está. Y no estás.

Porque hay vacíos que se crean para no rellenarse. Porque hay heridas que te llegan para que las abraces como hermanas de sangre. Vivo en un callejón sin salida.

Lo era todo y ahora no hay nada. Ella, el cielo. Y lo demás. Lo demás no importa.

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