viernes, 2 de agosto de 2019

      De todos los nidos donde he estado solo recuerdo dos en los que la almohada no quemaba. En el primero de ellos el idioma no era el mío y la distancia ardía como lo hace el hielo, pero qué feliz que era. En el segundo, que parecía un anuncio de los 90', acabó el cuarto inundado  y la cama deshecha. Entre la aparición de uno y la desaparición del otro se mecen un sin fin de catastróficas desdichas que me hicieron el hombre más dichoso del mundo, pese a que fue mi mundo el que acabó desértico.
        Siempre he estado a caballo entre el inconformismo y el miedo. Miedo a perder o ganar demasiado, miedo a no estar conforme con lo que me quede de la pensión del corazón. Y claro, eso se vuelve un semáforo en ámbar cuya resolución queda en el aire como una pelota que se pasea por el aro sin saber si entrar o salir.  Pero bueno, qué sé yo, si solo soy un pobre hombre que se limita a equivocarse lo menos posible mientras lo hace irremediablemente.
         Mi corazón vive entre quimeras, uno nunca sabe qué tiene delante. Y es normal, no somos adivinos ni casamenteras, al menos, en parte. No sé porqué me aferro a lo perdido tanto como a lo que tengo, como si lo primero valiese más que lo segundo. Me resulta un defecto repetitivo y angustioso. Como si el ahora no fuera suficiente. No puedo evitar de la misma forma recordar según qué cosas ni ilusionarme por según qué lunares, aunque parezca incompatible, aunque sus apellidos sean de otra isla.
          En medio de todo estoy yo, como si fuese espectador de tenis y el tiempo un velo de arena que se va de la misma forma que viene. Todo a doble corazón, uno que nace y sueña frente al que se indigesta y despide. Debe de ser normal confundir el hola con el adiós, supongo.
           Y  a todo esto espero que entiendas a qué me refiero, que no creas que juego a nada. Espero que te pongas en mi lugar. Espero que no me esperes, que ya te esperaré yo cuando toque y que si por entonces tú no estás, espero que no nos muramos del "qué pudo".  Espero que no te enamores hasta que yo pueda. Espero que, ahora sí, nos respete el tiempo y que el espacio nos coincida. Espero que tengamos suerte y que el reino no se vea sin sus reyes y sus reinas.
            Que te persiga la felicidad, que aciertes en tus decisiones, que me recuerdes, que te mimen, que te miren con los ojos y el corazón que lo hago yo, que te acaricien todas las mañanas y que te besen, por Dios, que te besen cada vez como si fuera el último beso. Que te escuchen y te comprendan. Que esté loco por ti. Que se sacrifiquen por tu felicidad como lo hice yo aunque les cueste el puesto, si se vuelve necesario. Porque eso es lo que vale, tu felicidad. Porque si son como yo, eso es lo que les acabará haciendo feliz. Aunque ya no estén ahí para verlo y aunque por momentos se sientan muertos.
             Vivan los nuevos amaneceres, aunque lleguen nublados y sin dueño y que la señorita Maisel nos dedique un monólogo al alba. Y que sea con un inglés con acento holandés, a ser posible. Que del resto ya nos ocupamos nosotros.




Cuatro días a la semana me muero por ti,
los otros tres
me muero contigo.
Y después están los años bisiestos
que los dedico enteros
a buscarte el abrigo.




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