Vuelo en lo más profundo de tu alma. Me quedo quieto, me asustas. Me tiemblan las piernas, se me caen los abrigos. Me muero, me muero porque te vas. Me giré y ya no estabas; te miré. Te miré y me helaba al ver tu mirada hecha cenizas y a mi alma espantada detrás del bosque. No escriben mis manos, es mi alma que se calcinó y se intenta curar con agua, sin solución, sin consuelo. Últimamente no pienso mucho en ti; me lo he prohibido. Intento que el poder del ahora pueda más que el poder del no-tiempo. Pero me es imposible; eres una errata en mi libro que no puedo olvidar; una mancha en la esquina superior de mi cuadro preferido que es imborrable ya que, eliminarla, conllevaría olvidarme de donde vengo. Además, por si fuera poco, no llego a dicha esquina; de momento me queda demasiado alto.
Tus ojos no son amapolas. Si lo fueran los habría plantado en mi jardín y los hubiera cuidado hasta que no me quedaran fuerzas. Tus ojos son golondrinas. Hermosas, únicas, que vuelan en el firmamento, en silencio y dibujando, sin cansarse, las mejores figuras; siempre más allá de mis manos. Mi balcón ha sido sellado. Mis pies andan y andan con el rumbo del que se sabe allí, más allá de la mar y no en aquel lugar del que partió. Estoy angustiado; "respira, respira" me digo. Y me niego y me zambullo entre la oscura noche; hago ruido en el silencio y nadie me escucha; nadie, al menos, en mi idioma. ¿Lo oyes? Es el viento, viento de cambios. Viene, mi velero se deja llevar. Está aquí, se ha asentado conmigo y me está convenciendo; me susurra al oído, muy bajito, aquello que necesito. ¿Que necesito? ¿Qué necesito? Buena pregunta, no lo sé. Necesito el sol, sí. Pero quema tanto. Es tan bonito y a la vez mortal que quizás mi solución, y la que mejor me va, es observarlo desde lejos y con gafas.