sábado, 31 de enero de 2015

            Se sentía frío. El camarero había dejado la ventana abierta y el aire cálido ya se había escapado con el trajín del viento. Tú estarías durmiendo. Mi cuaderno, agonizado entre rimas y manchado; y yo, poniéndome el abrigo. La última copa hacía estragos y solo me quedaban dos cigarros. "Siempre me pasa igual", me susurré; "A ver cuando lo dejas", me solías gritar. Y entre tanto otro paquete que iba a durar una semana y otro paquete que se quedó en un suspiro y cuatro horas. Allí solamente quedábamos él y yo hasta que él se hartó de aguantarme. No tuve más remedio que huir (bonita forma de decirlo), claro está. No recuerdo qué hora sería, pero sí que estaba dentro de la brecha del que madruga. Mis manos, mi pelo dislocado, mi cara, mis ojos, todo yo, debíamos de demostrar lo que éramos en aquel instante (adivínenlo). Andaba y me tambaleaba. Era de estas veces en las que uno no sabe quién es, a dónde va y cómo llegó a ese punto de la calle. Estas veces que solo te envuelven tus problemas, que solo alimenta tu mente las ideas que te quitan la vida. Estas veces en las que uno no sabe cómo pero, a la mañana siguiente, entre destrozo y destrozo, siente que se ha encontrado un poco más pese a que el rumbo sigue perdido. Andaba, pareja que se me cruza (cómo se querían), señor de gabardina, ventanas cerradas (viva la buena vida), gente subiendo las persianas (la mala vida es necesaria). Los pisos y sus puertas se hacían los tontos y me escondían mi casa. Y yo... Yo seguía respirando por sobrevivir.

                 Tú ya despertabas: tenías trabajo. Los días duros en la oficina son menos duros con compañía. O eso debías de pensar al despertar tan bien acompañada cada mañana. Yo, a la vez, luchaba con cada escalón de mi escalera. Por aquella hora deberías de salir de tu portal y el sol; ese del que yo me despedía tan amablemente (como buenamente podía) era, instantes después de mi adiós, el mismo hijo de puta que te iluminaba la calle; teniendo, horas después, la poca vergüenza de devolverme la mirada como si no pasara nada. Mientras yo me tiraba en la cama supongo que tú irías como siempre, bien vestida, con tu perfume decorando la ciudad y tu maletín a rastras. Las gafas de pasta disimulando y embelleciendo tus pupilas y el pelo suelto por la espalda. Supongo que esa mañana cogerías el metro, llegarías a tu cafetería, "Ponme lo de siempre, Juan" y a saber del periódico. Al llegar a tu escritorio se te pasarían las horas entre tecla y tecla, como si no pasara nada, como si cada parpadeo tuyo fuera totalmente estéril para el mundo. Supongo que yo no existiría. Supongo que tus sonrisas seguían naciendo y muriendo a partes iguales. Supongo que tus pasos seguían siendo de marfil. Supongo que tu voz seguía regalando oídos. 

                         La vida está llena de contrastes y a cuál más extravagante. Contrastes que dan vida a la pluralidad. Contrastes que son injustos no porque la justicia no se apiade de la gente sino porque la justicia en sí no existe. Contrastes que viran en función del momento y de la actitud. Los contrastes, por muy fatídicos que puedan llegar a ser, forman parte de la vida. Si nos paramos a pensarlo detenidamente nos hacemos a base de contrastes, de traspieses que no entendemos desde el primer momento en el que empezamos a vivir. Caer-levantarse, estar arriba-caer. Son pasos imperdonables en el vivir, son necesarios, dolorosos siempre y reconfortantes tarde o temprano.

jueves, 22 de enero de 2015

          Lo único que no tiene solución es la llegada de la pálida dama. El resto, el resto está a nuestro alcance, es variable. Solo es necesario conocer la receta, comprar los ingredientes y trabajar; trabajar duro para lograr que tu vida sea lo que tú quieres que sea. Si estás vivo y si te sientes vivo todo es posible.
           Y si por casualidad, por un momento, tu vida no es lo que quieres que sea, no se enfade. No se disguste, no se atrofie. Al fin y al cabo lo que somos es el camino que recorremos para llegar a lo que pensamos que queremos llegar a ser. Al mirar atrás todo sendero andado se vuelve un sueño en el espacio de nuestro tiempo solo por el simple hecho de poder haber realizado ese viaje (el nuestro sí, ese al que nosotros hemos parido) aunque el final no sea el que se busca al principio.
          Es la paradoja de la vida, luchas por lo que amas y "entre caminos" resulta que acabas amando otras cosas. Por eso el perder es relativo, el no cumplir metas es subjetivo. Subjetivo en tanto que el sujeto tiene la capacidad de hacer, deshacer y rehacer sus necesidades en función de lo que la vida misma le va haciendo querer, sentir y necesitar.

          Queramos o no, jamás dejaremos de ser polvo de estrellas. Y, como tal, nunca dejaremos de ser azar; tanto en lo que nos forma como en lo que nos forja como personas.
             La distancia (como tú, como el mar, como yo, como el viento y el azar) está en el tiempo. Está en los segundos que se me van acumulando, en las sonrisas que me pierdo, en las caricias que quedan lejos, en los sueños que voy soñando mientras espero a que el reloj (aunque sea disimulando) se apiade de mi, de nosotros, y no me desvele.

Y así besarte un poco más.
Y así hacer como que nada envejece.
Y así no parar de soñar
entre las flores de lo que rejuvenece.
Y así dibujar un mundo donde no te vas,
aunque sea por un segundo, solo.

Y así hacer como que nada vale nada y tú lo generas todo.



Y no despertar.
Y no despertar.