Se sentía frío. El camarero había dejado la ventana abierta y el aire cálido ya se había escapado con el trajín del viento. Tú estarías durmiendo. Mi cuaderno, agonizado entre rimas y manchado; y yo, poniéndome el abrigo. La última copa hacía estragos y solo me quedaban dos cigarros. "Siempre me pasa igual", me susurré; "A ver cuando lo dejas", me solías gritar. Y entre tanto otro paquete que iba a durar una semana y otro paquete que se quedó en un suspiro y cuatro horas. Allí solamente quedábamos él y yo hasta que él se hartó de aguantarme. No tuve más remedio que huir (bonita forma de decirlo), claro está. No recuerdo qué hora sería, pero sí que estaba dentro de la brecha del que madruga. Mis manos, mi pelo dislocado, mi cara, mis ojos, todo yo, debíamos de demostrar lo que éramos en aquel instante (adivínenlo). Andaba y me tambaleaba. Era de estas veces en las que uno no sabe quién es, a dónde va y cómo llegó a ese punto de la calle. Estas veces que solo te envuelven tus problemas, que solo alimenta tu mente las ideas que te quitan la vida. Estas veces en las que uno no sabe cómo pero, a la mañana siguiente, entre destrozo y destrozo, siente que se ha encontrado un poco más pese a que el rumbo sigue perdido. Andaba, pareja que se me cruza (cómo se querían), señor de gabardina, ventanas cerradas (viva la buena vida), gente subiendo las persianas (la mala vida es necesaria). Los pisos y sus puertas se hacían los tontos y me escondían mi casa. Y yo... Yo seguía respirando por sobrevivir.
Tú ya despertabas: tenías trabajo. Los días duros en la oficina son menos duros con compañía. O eso debías de pensar al despertar tan bien acompañada cada mañana. Yo, a la vez, luchaba con cada escalón de mi escalera. Por aquella hora deberías de salir de tu portal y el sol; ese del que yo me despedía tan amablemente (como buenamente podía) era, instantes después de mi adiós, el mismo hijo de puta que te iluminaba la calle; teniendo, horas después, la poca vergüenza de devolverme la mirada como si no pasara nada. Mientras yo me tiraba en la cama supongo que tú irías como siempre, bien vestida, con tu perfume decorando la ciudad y tu maletín a rastras. Las gafas de pasta disimulando y embelleciendo tus pupilas y el pelo suelto por la espalda. Supongo que esa mañana cogerías el metro, llegarías a tu cafetería, "Ponme lo de siempre, Juan" y a saber del periódico. Al llegar a tu escritorio se te pasarían las horas entre tecla y tecla, como si no pasara nada, como si cada parpadeo tuyo fuera totalmente estéril para el mundo. Supongo que yo no existiría. Supongo que tus sonrisas seguían naciendo y muriendo a partes iguales. Supongo que tus pasos seguían siendo de marfil. Supongo que tu voz seguía regalando oídos.
La vida está llena de contrastes y a cuál más extravagante. Contrastes que dan vida a la pluralidad. Contrastes que son injustos no porque la justicia no se apiade de la gente sino porque la justicia en sí no existe. Contrastes que viran en función del momento y de la actitud. Los contrastes, por muy fatídicos que puedan llegar a ser, forman parte de la vida. Si nos paramos a pensarlo detenidamente nos hacemos a base de contrastes, de traspieses que no entendemos desde el primer momento en el que empezamos a vivir. Caer-levantarse, estar arriba-caer. Son pasos imperdonables en el vivir, son necesarios, dolorosos siempre y reconfortantes tarde o temprano.
La vida está llena de contrastes y a cuál más extravagante. Contrastes que dan vida a la pluralidad. Contrastes que son injustos no porque la justicia no se apiade de la gente sino porque la justicia en sí no existe. Contrastes que viran en función del momento y de la actitud. Los contrastes, por muy fatídicos que puedan llegar a ser, forman parte de la vida. Si nos paramos a pensarlo detenidamente nos hacemos a base de contrastes, de traspieses que no entendemos desde el primer momento en el que empezamos a vivir. Caer-levantarse, estar arriba-caer. Son pasos imperdonables en el vivir, son necesarios, dolorosos siempre y reconfortantes tarde o temprano.