martes, 19 de noviembre de 2013

                  Esta es la historia de un viaje en tren. Son los versos del lucero del alba, pero escritos por mi. No es una historia de amor, ni mucho menos. Es una historia de vida, aunque eso sí, al ritmo de un tango suicida. Eran las tres, o quizás las seis; no lo recuerdo, sólo sé que la luz atacaba por la ventana como una auténtica jauría de perros. Yo tengo la mala costumbre de cantar al levantarme; cosa, que en un tren camino de la frontera, como que molestaba al pasajero vecino.

                  Lo cierto, y triste, es que a mi lado estaba Carmela. Una de estas divas divinas de mírame y no me toques; o eso me parecía a mi. Como avancé antes, no tenía ni puta idea de la hora que tenía que marcar el reloj; así que después de mi concierto matutino (¿?) decidí preguntarle. Quedé sin habla cuando realmente me fijé en sus ojos. Ojos oscuros y penetrantes como aceitunas negras, pestañas bautizadas en almíbar y juro que miles de estrellas brillaban en sus pupilas.

                  "Perdona, ¿tienes hora?" y acto seguido el silencio más hermoso vivido. Duró dos segundos probablemente, pero tener esos faros apuntándome me hicieron sentir que pasaban décadas. Fue corto, pero sentí que se me grabó en el alma. "Estamos llegando a Madrid" como un dardo en el corazón pues yo seguía hasta Valladolid. Esa respuesta solo podía ser en el caso en el que ella se bajara en la capital. Como es normal perdí toda esperanza de conocerla un poco. ¿Cómo no pude llegar a verla? ¿A dónde va? ¿De dónde vendrá? Como espinas en mi mente.

                  Al llegar a Madrid bajé a la estación a fumar pues teníamos diez minutos antes de volver a partir.
                 
                  La vida es curiosa, pero sobre todo caprichosa. No sabes qué te puede dar o quitar o prestar. Carmela era una de esas miles de incógnitas que uno tiene al cabo del día.

                  "Perdona, ¿tienes fuego?" desde mi espalda, casi susurrando, con una dulzura otoñal. Era ella. ¿A dónde iba? "Claro". Casi se me cae el mechero al verla de pie. Metro setenta se alzaba, cintura diseñada y un pecho firme como dunas de playa. Ropa decente. No les hablo de una "enseñona". Carmela era una de esas mujeres que atraía hasta con chaquetón.

                 "Pero solo si te lo fumas conmigo", añadí. Su "Pensaba hacerlo" acompañado de su sonrisa de marfil me terminaron de convencer: eso tenía que ser un sueño sin pasado, futuro ni dueño. Al volver al tren la descubrí; era lista, inteligente y nada de musa intratable tenía. Ella era de esas musas que se pegan a tus ganas de escribir.

                No llegué a amarla pues se fue por la misma puerta por la que entró. Pero aprendí que las musas existen; que están ahí esperando su momento, el de salir. Carmela era una fiera, una vida de  las de antes, viajera. Fue el conocer un momento fugaz lo que le dio un valor incalculable. La conversación tuvo que ser enorme, pero juro que solo recuerdo el latido de su pelo a cada palabra que decía.

               Seguramente tendría novio, esas oportunidades las coge hasta un ciego en el amor. Yo me volví a dormir cuando ella se fue; esperando volver a despertarme y encontrarme con otra Carmela a mi lado... Pero no ocurrió. ¿Saben que hice al despertar?

              Volví a cantar.

domingo, 10 de noviembre de 2013

                    Si el Dios de los pecadores, mañana por la mañana, me diera a ti una hora cada noche, sé cómo acabaría. Los primeros días, te haría el amor las horas enteras, sin dejar de besarte, sin dejar de quererte y abrazarte. Te haría mía, como si no hubiera un minuto más. Como me gusta hacértelo a ti, solo que a contra reloj. Las caricias, los besos, los gestos y las miradas serían intensas. Totalmente ardientes de pasión, puesto que la combustión del día estaría ahí, entre las sábanas de mi cama y entre tus pelos de seductora despeinada.

                        Si ese Dios nos hiciera eso, llegaría un momento en que te haría menos el amor. Me acabaría dando cuenta que, pasada esa hora maravillosa, desaparecerías. Entera. Como si no hubieses estado, como si cada beso se hubiera perdido entre mis muebles. Entonces, empezaría únicamente a pararme a verte hablar, caminar por el cuarto, haría una canción con tu acento, apreciaría cómo respiras, cómo miras todo lo que te envuelve. Y mira que me costaría, porque no hay ser en el mundo que me enloquezcas más que tú cuando decides hacerme el amor, pero si hay algo que me hace perder la cabeza de verdad es ver que existes en ti, como tú eres, con tu forma de ser.

                   Pasados las semanas y los meses estoy convencido que pocos días a la semana te haría el amor. Me pasaría el tiempo preguntando por ti, intentando entender dónde te metes cuando no estás esa hora conmigo. Me pasaría la hora hablando contigo, riendo, contándote cómo va mi vida más allá de nuestro muro del tiempo. Y lloraría, lloraría mares por verte delante mía. Te haría cada noche una noche especial, juro que no habría dos horas iguales, ni siquiera dos segundos. Poco a poco, empezaría a volverme loco por intentar sacarte de la prisión en la que estás, esa que te saca de mi. Dedicaría más tiempo en acariciarte el pelo y la espalda que en querer seducirte. Sí, de verdad, aprovecharía cada centímetro de ti, lo palparía y lo apreciaría. Sabría que se me va a ir y haría lo posible para que su recuerdo se quedara lo más fresco posible en mi memoria las próximas veintitrés horas siguientes, hasta que volvieras.

                        Pasarían los años y yo perdería la cabeza. Acabaría queriendo asesinar a ese cruel Dios que, pintando un regalo como si fuera dulce, me condena a tenerte sin tenerte. Si sólo te pudiera tener una hora al día me quedaría solo, solo en ti y en la necesidad de sacarte de esa maldita hora que nos condena al exilio. Sería un total y absoluto desquiciamiento y una forma de matar el alma la mayor parte de mi tiempo. Aún a sabiendas de mi fin. Jamás le rechazaría, aunque le odiaría por siempre. Quizás soy un desalmado, un iluso inepto más allá que para acá. Pero sí, aceptaría tal castigo en vida. Al fin y al cabo te tendría una hora al día. Probablemente llegaría un momento en el que en esa hora no te haría nada y, sin embargo, te lo estaría dando todo. 







miércoles, 6 de noviembre de 2013

                 ¿Dónde están los cruces de caminos? ¿Dónde quedó el azar de los infortunios? ¿Qué ocurrió con los mítines sin preguntas? A veces me reinvento y me caso con mi "yo" más profundo para poder entender todo esto. Y me cuesta. Me cuesta porque no hay respuesta alguna. Deben de ser oleadas de marea azul (o marrón o roja) que, por causas naturales, arrasan a tiempo intermitente. Debe de ser que toca o no toca, que vale o que no vale el momento exacto. Buscar es, pues, una auténtica estupidez ya que, lo que de verdad vale, es aquello que no esperas.

                   El sufrimiento entra por la puerta cuando el tiempo se prolonga demasiado. Somos personas y necesitamos lo que otros, en su interior, tienen. "Esperar a ser feliz". Qué frase más dura y difícil de acatar. Eso no se puede hacer. ¿Acaso sabemos cuando somos felices sino cuando realmente esa felicidad se nos ha ido? Pues claro. La felicidad no es una meta, es un camino y por lo general, ni siquiera sabemos que estamos allí. Ojalá fuera un sitio al que llegar y quedarse, pero que va... Más bien nunca estamos. La sentimos, la vivimos y la saboreamos. Pero como buen azucarillo, mojado, disuelto el placer.

                   Si nunca estamos, ¿qué nos queda? Precisamente lo que nos queda más allá de un momento de felicidad es lo que más valor tiene y a lo que tenemos que aferrarnos como a un clavo ardiendo: nos queda la esperanza. El sueño inmortal de ser uno mismo en plenitud emocional, las ganas de ser de nuevo una mezcla de sensaciones drogadas que pueden llegar a darnos alas y hasta quitarnos la sed.

                   Siempre queda, siempre falta. Es esta dualidad del humano lo que hace que cada segundo sea tétrico y a la vez bello. A todo esto, mientras tanto, tenemos la vida. Las montañas nevadas con miel entre los dedos, la ilusión por aprender, encerrar amigos en la memoria, poner un par de "Carmelas" en tu vida, sentir la arena fina entre los dedos y tomar la sal del mar directamente de tu piel, volar, perderse, aprender, olvidar, querer, perder, soñar, jugar, respetar, y, como no, tocar el cielo con las manos mientras son ellas las que acarician a tus amores; en definitiva: vivir. ¡Quédense con sus penas aquellos que piensan que nada tiene fin! Me niego a pensar que la vida es dolor y que todo lo demás es cal. Es un horror vivir con esta mentalidad. Nada es fácil, pero no deben quitarte nunca el derecho a vivir en esperanza. Si pierdes eso, estás perdido. Creo en el azar y en el cruce de caminos. Creo en que todo está dispuesto, solo hay que esperar el tiempo necesario para tener aquello que es tuyo por directriz vital. Amargarse es triturar tus "ganas de..." 

                  Nunca es mal momento para ir olvidándose de lo malo que nos puede llegar a parecer todo. ¿O no os pasa que hay ratos que nada vale nada y que la nada absoluta es lo único que tiene algo de valor? Pues opino yo que esa sensación es autodestructiva. Al fin y al cabo es la mayor mentira que puedes sufrir en tu vida. Cuando pasas todo esto, cuando tras una mala época vuelves a ser tú, miras hacia atrás y te das cuenta de hasta que punto la estupidez humana puede llegar a amargarte, durante un tiempo, la existencia. Ese tiempo es inaudito, es irrecuperable. ¡Qué bien sienta cuando te das cuenta que no ha valido absolutamente nada y que no hay mejor tiempo vivido que el que estás viviendo!

                  Lo más bello de la vida es vivir y me niego a perderme lo que tengo alrededor que, por cierto, es magnífico, insustituible y precioso.





(Nuestra realidad ha sido siempre una mentira) 

                       

                      Las etapas del crecimiento de la mente, del interior humano, son equiparables al crecimiento físico. Parecemos algo constante en el tiempo, como si estuviésemos siguiendo una linea recta predeterminada. Realmente, nunca somos lo que fuimos ayer; vamos creciendo o menguando, muriendo cada día, perdiendo energía y pelos a destiempo, en definitiva, coleccionando canas en el alma. 

                       Con el corazón pasa exactamente igual. Cada día somos personas nuevas con nuevos latidos incrustados en el ser que nos hacen cada día más nosotros; cada día más tú, cada día más yo. Aunque, a veces, parezca que las caídas nos lo trastocan todo, realmente, nos están haciendo crecer. Es bueno, maravilloso, envejecer el alma y curtir el corazón. Nos hacemos fuertes y empezamos a apreciar esas pequeñas cosas que desde el principio, quizás, no apreciábamos.
                   
                       No tenemos que sentirnos mal si un día no apreciamos aquello que hoy sabemos que vale oro. Es el juego. Fallas y aprendes. Dañas y amas; amas y eres dañado.

                          Y lo demás... Lo demás es polvo de estrellas.